(Steven Levitsky. La República). Si el presidente Humala decide indultar a Alberto Fujimori sin
evidencia creíble de un cáncer terminal, será un indulto no consensuado, un
acto rechazado por un sector importante de la sociedad. Quizás el caso
latinoamericano más parecido es Argentina, donde Jorge Videla y otros generales
condenados por violaciones de derechos humanos fueron indultados por Carlos
Menem en 1990.
El impacto del indulto
argentino fue limitado porque las fuerzas pro derechos humanos ya habían ganado
la batalla por la memoria colectiva. Gracias, en parte, a la Comisión de los
Desaparecidos y los juicios de 1985, se generó un consenso social que los
militares habían cometido crímenes atroces y que nunca más debían volver al
poder. El consenso de “nunca más” era
tan fuerte que los generales indultados nunca fueron liberados en la práctica:
no podían salir a la calle sin ser insultados, escupidos o atacados. Sin mucha
legitimidad, los indultos de Menem fueron anulados el 2007.
En Perú, las consecuencias
de un indulto no consensuado podrían ser mayores. Sin la distracción de una
crisis hiperinflacionaria, el indulto se convertiría en el eje del debate
político por mucho tiempo. Si Conga marcó el primer año de Humala, un indulto
marcaría el segundo.
Para el gobierno, el costo
político sería alto. Aunque algunas encuestas muestran que una mayoría apoyaría
un indulto, sospecho que hay una asimetría en cuanto a la intensidad de las
preferencias. Solo los fujimoristas, un grupo ruidoso pero minoritario, lo
apoyarán con intensidad. Para la mayoría de los encuestados que apruebe la
medida, no será un tema transcendente. No afectará su voto en el 2016. Los
oponentes al indulto responderían con mayor intensidad, con serias
consecuencias para Humala. Casi todos votaron por Humala en el 2011. Algunos ya
lo abandonaron, pero otros –incluyendo mucha gente del centro y centroizquierda
que votó por Humala por ser el mal menor en la segunda vuelta– no han pasado
plenamente a la oposición. Estos votantes antifujimoristas no aguantarían el
indulto. Jamás volverían a votar por un candidato (o candidata) humalista. Para Humala, entonces, un indulto ganaría el
aprecio (aunque no los votos) del fujimorismo, pero sería el tiro de gracia
para su alianza con los anti-fujimoristas. Sumando la pérdida del centro
antifujimorista con la pérdida de muchos votos radicales en el interior, el
humalismo quedaría casi en nada.
Cualquier posibilidad
electoral que tenía Nadine estaría sepultada.
Pero el humalismo no sería
la única fuerza afectada políticamente por el indulto. Aunque generaría mucho
entusiasmo en el fujimorismo, la liberación de Fujimori podría debilitar y
hasta destruir el movimiento. La lucha en defensa de Fujimori ha sido el
principal sostén del fujimorismo. La
sensación de persecución política después del 2001 ayudó a unificar y movilizar
un movimiento moribundo. Fortaleció la identidad y mística fujimorista,
abriendo la posibilidad de su consolidación como partido. La liberación de Fujimori abortaría este
proceso. El fujimorismo perdería su principal bandera y razón de ser. Su líder,
en vez de ser un “preso político” en camino al martirio, se convertiría en un
mero mortal político, envejeciendo.
La liberación de Fujimori
también pondría en peligro el proceso de renovación iniciado por su hija. Keiko buscaba transformar el movimiento en un
partido de verdad, ubicado más en el centro y distanciado de su pasado. La
vuelta de Alberto minaría este proceso renovador. Aun si no vuelve a la vida
política activa, su presencia reforzaría la línea más ortodoxa y personalista
del movimiento. Sin bandera de lucha, y con su líder mítico convertido en carne
y hueso, el fujimorismo terminaría como el odriismo, un partido personalista,
anclado al pasado, que no dura mucho más que su fundador.
Más importante que los
costos políticos son los costos democráticos. Doce años después de la caída de
Fujimori, no existe ningún consenso de “nunca más”. Lejos de “nunca más”, una
parte importante de la sociedad está todavía dispuesta a aceptar un gobierno
autoritario, corrupto y violador de derechos humanos si sus activos superan sus
pasivos.
Un indulto no consensuado
reforzaría esta actitud de “puede ser” ante el autoritarismo, debilitando aún
más la idea de nunca más. Una democracia se consolida cuando la gran parte de
la sociedad rechaza –y castiga– el abuso autoritario, bajo toda circunstancia.
Mientras haya gente dispuesta a tolerar y justificar crímenes cometidos por
gobiernos cuyos “pasivos superan a sus activos”, la democracia –y el estado de
derecho– seguiría siendo débil.